3:40 am
Terror del Pollo Frito
junio 17, 2011
La mayoría de ustedes son unos jóvenes imberbes demasiado nuevos como para conocer la experiencia de estar conscientes durante 1986, así que se los contaré yo. En otras palabras, escuchen con atención, porque un viejo va a hablar.
La consola de 8 bits fue un invento revolucionario para todos y cada uno de los niños de esa época. Cambió la forma en la que nos entreteníamos, la forma en la que entendimos la economía (había que ahorrar para rentar, o si tenías una familia con dinero, comprar los cartuchos), la forma en que se veía el futuro, porque a esa edad se puede ver el futuro, y el nuestro al lado de Mario y su hermano Luigi era brillante y prometedor. Era ir hacia la luz en un traje de mapache después de conseguir una «alita P».
Hubo una excepción a toda esta maravilla y asombro, una irregularidad incómoda. Nosotros le llamábamos José Alejo: Era un niño de la escuela, ni más ni menos que cualquier otro, malo para el fútbol, bueno para coleccionar estampitas y para correr, e incapaz de compartir nuestros sueños tecnológicos, y es que en plena fiebre del videojuego, José era el único de entre nosotros que no tenía, (ni tendría nunca), un aparato de esos.
Alejo era huérfano de madre. Nadie sabíamos que le había pasado a la señora, pero sabíamos que había muerto hacía un año y que había sido algo horrible, porque a José no le habla su papá desde aquel día más que para lo más necesario, y creíamos que lo culpaba de haberla perdido. Tener un NES estaba fuera de la mesa de discusión.
Nuestra pandilla de amigos pensó mucho en la precaria situación de José: Sin su mamá, prácticamente sin su papá y encima sin Nintendo… Así que lo invitábamos por turnos y por todo el día a jugar con nosotros, a veces en casa de Luis, o de Óscar, Dante, Trucha, Toledo y los demás. Nos esforzamos por compartir con él lo que estaba fuera de su alcance y nos hacía tan felices.
Pasaron 6 meses así antes de que nos diéramos cuenta que había algo extraño: Uno por uno y poco a poco, las consolas de todos empezaron a fallar, y eventualmente a ser inservibles. La última en servicio fue la mía, y tal vez por eso me arriesgué a no compartirla más: le cerré las puertas de mi casa a todos y me sometí al escarnio general del grupo. Algunos comprendieron al aceptar que tal vez hubieran hecho lo mismo que yo de estar en mi lugar, otros, tal vez por envidia, nunca me lo perdonaron.
José Alejo estaba entre los que se habían enfadado por no compartir yo la suerte de ser el último con un NES funcional, por lo que no me sorprendió (tanto) cuando me enteré que los dos últimos lunes, después de la escuela, el patio de Alejo se convertía en un parque temático: El niño había recreado ni más ni menos que el recorrido de Mario, con bloques de monedas que colgaban sobre las cabezas de los participantes, tubos con plantas carnívoras hechas de papel periódico y engrudo, el camino de ladrillos rojos y hasta un Bowser al final al cuál había que derrotar con bolitas de fuego reales, confeccionadas a base de borlas de algodón remojadas en alcohol. El jardín de Alejo era un sueño, al menos a nuestros impresionables ojos. Era vivir las aventuras, era rescatar a la princesa.
Los afortunados a ser invitados a esta feria, recibían el nombre de «José Bros.», y empezaban a usar gorras de béisbol con una J dibujada con esterbrook sobre la visera.
Con el paso de las semanas, los José Bros. empezaron a ampliar sus juegos, primero a un parque cercano, luego a casas abandonadas y al final a un cementerio, cada escenario más fantástico que el otro. Yo por mi parte, y como consecuencia de la creciente popularidad e influencia de Alejo, me había convertido en un paria, en un apestado. Nunca fui requerido en las peculiares tertulias de las que todos hablaban al día siguiente en la escuela, y cuando yo lo sugería me contestaban que me fuera a casa, a jugar con mi Nintendo… y yo lo hacía, ponía el Super C y rumiaba en silencio el dolor de quedarme fuera. Ustedes saben de lo que hablo, jóvenes lectores; no hace mucho que dejaron de ser niños, si no es que aun lo son: a esa edad cosas así duelen de verdad, tanto, que un día no pude más y decidí hacer algo al respecto.
Salí de la escuela directo al cementerio donde sabía que sería la siguiente reunión, y me escondí tras un mausoleo desde el cual podía ver perfectamente el escenario que estaba ya puesto y cómo los jugadores empezaban a llegar. Todo era como me lo imaginé: divertidísimo. Habían acordado una serie de reglas, y en general parecía mucho más entretenido que mi Q-Bert o mi Faxanadu. Cuando más me lamentaba, sucedió algo que no había previsto: el grupo llegó contra el jefe final y José Alejo entró al mausoleo tras el cual estaba yo escondido. Salió de ahí empujado un diablito que llevaba una caja decorada como uno de los tentáculos en Maniac Mansion, muy grande y aparente muy pesada. La colocó al borde de una tumba recientemente cavada y dejó que los jugadores «derrotaran» al último «jefe», arrojándole dardos y demás objetos incendiados. Al final y antes de que se consumiera, Alejo volteó el diablito sobre la tumba, arrojando al fondo su contenido ardiente. En 10 minutos ya se habían ido todos y decidí salir. Me asome al hoyo y sentí por primera vez un miedo apabullante que nunca había sentido al ver de que de la caja a medio quemar salía la mano de una persona.
Es la primera vez que hablo de esto. Un mes después, Alejo desapareció. Alguien dijo que su papá lo había abandonado y que lo habían llevado con una tía, quién sabe. Y eso fue todo. Los extravagantes juegos cesaron y yo poco a poco recuperé a mis amigos, aunque nunca me atreví a decirles lo que había visto.
Todo esto que les cuento me vino a la mente esta mañana, mientras le daba de desayunar a mi pequeña hija y leía la portada de la sección Local en el periódico: «Internan en el Cereso a parricida confeso».
«Mira», le digo a mi esposa, señalando la fotografía que acompaña la nota. «Él iba conmigo en la primaria. Solíamos jugar Kid Icarus».
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